Era la mañana del domingo 2 de septiembre de 1945. Reunidos en la cubierta del USS Missouri, anclado en la bahía de Tokio, los representantes del gobierno y tropas del Japón procedieron a rendirse ante las fuerzas aliadas. La ceremonia duró 23 minutos (entre las 9:00 y las 9:23 a.m., hora del Japón) y fue transmitida por radio, a la vez que fue grabada en cine para ser después difundida en el mundo y archivada en los principales depósitos intelectuales de Estados Unidos.
Se firmaron seis copias del documento oficial, donde los vencidos aceptaban los términos de la rendición, impuestos por Estados Unidos, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), Reino Unido, China, Francia, Canadá, Holanda, Nueva Zelanda y Australia.
Abordo de uno de los buques estadounidenses anclados en la bahía se encontraba el marino salvadoreño Juan Armando Canales Espinoza.
Nacido en Nueva San Salvador o Santa Tecla, departamento de La Libertad, en 1921, fue hijo de Medardo Fuentes Canales. Tras ingresar por la frontera terrestre de Laredo (Texas), el 30 de octubre de 1943, se dirigió a San Francisco (California), donde se enlistó en el Cuerpo de Ingenieros de la U. S. Navy. Tras el entrenamiento de rigor, sus labores consistieron no solo en combatir para defenderse de los ataques nipones en los diferentes escenarios de guerra en los que intervino (en especial, Filipinas), sino construir pontones o puentes provisionales para facilitar el avance de la artillería y la infantería aliada.
Llegó al archipiélago japonés después del 15 de agosto de 1945, cuando el gobierno del emperador Hirohito se doblegó por el impacto mortal de las dos bombas atómicas lanzadas el 6 y 9 de ese mismo mes contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.
Desde el primer día de su llegada, Canales se dio cuenta de la dureza de la posguerra. El otoño estaba a las puertas y todo presagiaba que sería un invierno muy crudo para aquel pueblo devastado. Por eso, durante sus meses de permanencia dentro de las tropas de ocupación, buscó proporcionar comida y cigarrillos a quienes se los pidieron, los que tomaba de sus propios recursos personales, proporcionados para su sustento por el ejército estadounidense. Para su colección, aceptó billetes de diferentes denominaciones de Filipinas, Japón y otros territorios otrora ocupados por las tropas japonesas. Era dinero inútil en los mercados, pues la severa inflación lo privó de valor de uso y cambio.
Puesto en formación sobre la cubierta de su buque del servicio de ingenieros de los Estados Unidos, Canales fue uno de los miles de soldados aliados que, bajo el rigor militar, presenciaron la firma de la rendición del Japón. Esa noche, el cielo se iluminó con fuegos artificiales, lanzados para festejar el fin de la Segunda Guerra Mundial. Se cerraba así el frente del Pacífico sur y se daba inicio a la reconstrucción del Imperio del Sol Naciente, cuya autoridad representada por el emperador Hirohito jamás fue cuestionada por las potencias vencedoras.
El viernes 20 de noviembre de 2000 tuve ocasión de visitarlo en su casa familiar, en la urbe tecleña, a escasa media cuadra al oriente del Colegio Fátima, al lado de un pequeño hospital privado. Al contarle de mi interés por los salvadoreños que tomaron parte en la Segunda Guerra Mundial (ya me habían publicado un largo texto dedicado a ese tema en la revista Vértice de El Diario de Hoy, a inicios de agosto de 1999), se mostró muy entusiasmado de platicar y mostrarme sus recuerdos. La que no tenía buen semblante era su esposa. Ella no se sentía cómoda con que él me contara algunas “anécdotas” que su esposo había tenido durante aquellos lejanos días de su presencia en el Japón de la posguerra.
Era curioso ver el cuidado con el que el marino Canales había conservado las fotos donde aparecía con sus compañeros de andanzas en el Pacífico sur, páginas en las que también había pegado los billetes que coleccionó y más de alguna foto de esas féminas que tanto molestaban a su esposa salvadoreña varias décadas después.
No se consideraba un héroe, sino un mero espectador de una guerra en la que entró bajo la idea de que defendía la libertad en contra de uno de los más grandes totalitarismos mundiales. Me contó que nunca pensó en que podría morir en aquellas batallas y cómo desarrolló su trabajo al servicio de la ingeniería militar de los Estados Unidos. Hablaba bajo, pero con dominio de los detalles. Sus ojos destellaban al vagar por sus recuerdos. Incluso me habló de otro marino salvadoreño, Arturo Novoa, con quien había tenido ocasión de encontrarse durante aquel tiempo de permanencia en la armada estadounidense.
El marino Armando Canales asistió a la primera conmemoración del Día de los Veteranos, que se desarrolló en el interior de la Embajada de los Estados Unidos, el lunes 12 de noviembre de 2001. Fue la última vez que lo vi. Falleció de un ataque fulminante al corazón, el 23 de septiembre de 2007 y su cuerpo descansa en el cementerio privado Jardines del Recuerdo, al lado del de su esposa, fallecida seis meses antes. La casa tecleña donde lo visité ahora es ocupada por un negocio.